EDITORIAL: La República, el Estado y la Revolución



Cabe, entonces, preguntarse: ¿qué transformación sufrirá el Estado en la sociedad comunista? O, en otros términos: ¿qué funciones sociales, análogas a las actuales funciones del Estado, subsistirán entonces? Esta pregunta sólo puede contestarse científicamente, y por más que acoplemos de mil maneras la palabra ’pueblo’ y la palabra ’Estado’, no nos acercaremos ni un pelo a la solución del problema.
Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el periodo de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este periodo corresponde también un periodo político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado.”

K. Marx, Crítica del programa de Gotha


El movimiento comunista lleva muchas décadas en crisis. De hecho, la actual situación no es un trastorno coyuntural cualquiera, sino que es el producto de múltiples crisis acumuladas que lo han llevado a la situación actual de descomposición y a la pérdida de cualquier referencia revolucionaria. Es decir, nos hallamos ante los efectos de una derrota de la revolución en toda la línea, ante una crisis de calado histórico. Con esto no desvelamos ningún misterio, ni le descubrimos el mundo a nadie; entonces ¿por qué la mayoría de lo que queda del movimiento comunista sigue aferrado a sus fracasadas concepciones como si nada hubiera pasado?
Resumiendo, podemos decir que el origen primigenio de esta multitud de crisis que han llevado al colapso está fundamentalmente en la ruptura incompleta del comunismo respecto al paradigma socialdemócrata del que surgió. Sucintamente, podemos resumir éste como la pretensión de que la reforma traería la revolución, que desde las reivindicaciones inmediatas de las masas se puede generar conciencia revolucionaria. Esta idea ha resultado un fracaso, que se hace más evidente hoy que no existe esa perspectiva revolucionaria que dominó la vida del mundo desde la toma de la Bastilla a la caída del Muro, y que fue la única circunstancia que le pudo dar un viso de viabilidad. A medida que, tras el potente chispazo que supuso la Revolución de Octubre, el movimiento comunista se mostraba incapaz de desarrollar la senda revolucionaria (salvo gloriosas excepciones), iba siendo cada vez más prisionero de estas viejas concepciones, progresivamente degeneradas (eurocomunismo) a medida que los viejos partidos comunistas eran fagocitados por el revisionismo y el sistema. Ésta, por cierto, es otra de las realidades que ha desvelado la fecunda experiencia revolucionaria del siglo XX, la enorme capacidad de asimilación de que ha dado muestra el sistema capitalista. Creemos que esto, junto al estado de postración y liquidación que actualmente muestra el movimiento comunista, son razones más que suficientes para una urgentemente necesaria autocrítica de fondo del conjunto del movimiento.
Por supuesto, este rápido descenso a los infiernos desde la justa confianza en ese “cielo en la tierra” a la absoluta falta de perspectiva y descarada convergencia ideológica con el sistema que domina hoy en día, ha tomado en cada lugar formas e idiosincrasias autóctonas.
En el Estado español este imparable declive se ha materializado políticamente en la sempiterna fase de transición, aceptada con toda naturalidad y sin la más mínima crítica por quienes, en estos lares, se acercan al comunismo. Esta fase de transición, la necesidad de una república previa al socialismo, ha sido justificada de todas las formas imaginables (fase antifascista, antimonopolista, recuperaciones democráticas varias, etc.), todas ellas igualmente alejadas y opuestas a los más elementales principios marxistas, y también basándose en una burda mistificación de la II República.
En primer lugar, olvidan cualquier problemática marxista relacionada con el Estado, hablando de democratizar éste. ¿Democratizar el aparato político que sanciona la dominación capitalista y la esclavitud asalariada? El marxismo-leninismo deja sentado que el Estado es un órgano de opresión de una clase o clases sobre otras. Es decir, una unidad dialéctica donde la dictadura que perpetúa un sistema social sobre las clases subordinadas se interpenetra con el disfrute, la democracia, de esta situación para los grupos dominantes. Además, un siglo de experiencias revolucionarias (la soviética y la china principalmente) demuestran que el Estado no es un simple instrumento neutro que puede ser utilizado por cualquier clase. El Estado es un producto de la sociedad de clases y nace con ella, como expresión de que los antagonismos sociales se han vuelto inconciliables. Es un organismo que se fortalece y perfecciona de la mano del desarrollo de la sociedad clasista, culminando en esa estructura omnipresente que es el Estado capitalista. Es por ello que el proletariado, última expresión del milenario desarrollo de la explotación del hombre y cuya misión es la abolición de la sociedad de clases, y por tanto del Estado, no puede valerse simplemente de este organismo, sino que éste es en sí mismo una estructura perpetuadora que por su naturaleza es un obstáculo a la consecución última de la revolución proletaria. Esta idea de la neutralidad del Estado, pomposamente disimulada bajo una avalancha de fraseología sobre la “democracia” y la “democratización” tiene su origen en Lassalle, mezclándose en la codificación que del marxismo hizo la socialdemocracia alemana y pasando desde aquí, como tantos otros lastres, al comunismo. En el Estado español la expresión última y más degenerada de estas ideas se materializa en el culto comunista a la República.
Por supuesto, la revolución, que nace de una sociedad marcada por la división social del trabajo, la subordinación y el embrutecimiento del trabajador manual, y en la que perduran las clases y su lucha, no puede prescindir del Estado. Pero éste no puede ser cualquiera, y aquí Marx y Lenin son particularmente claros cuando afirman que el proletariado “debe romper la máquina burocrático-militar del Estado”. No obstante, por esa peculiar posición socioeconómica que señalamos el proletariado no puede generar estructuras políticas de dominación propias (no puede explotar económicamente a otras clases), debiendo valerse de las formas estatales burguesas que mejor permiten el despliegue de la lucha de clases, es decir, cuando aquella clase era aún revolucionaria, cuya máxima expresión seguramente se encuentra en el Terror, y que el proletariado perfeccionó con la Comuna y los soviets. Así, para el proletariado democracia es sinónimo de estructuras que mejor permiten el desenvolvimiento de su lucha de clase revolucionaria. El germen y la base de este Estado es el poder de las masas armadas.
Así pues, plantear, como hacen hoy en día nuestros republicanos, una fase democrática o democratizadora en el camino hacia el socialismo (siempre en abstracto y sine die, lo que nos da la certeza de que es mera demagogia) es ocultarle a las masas el verdadero carácter del Estado y su contenido como dictadura de clase.
Uno de los principales argumentos para justificar la fase republicana se basa en que el actual Estado es heredero del franquismo, surgido sobre las ruinas de la II República, y es necesario limpiarlo de un “déficit democrático”. Concederemos generosamente que tamaña falsedad histórica es fruto del desconocimiento de la concepción marxista del Estado. Éste, además de como órgano de dictadura de clase, se presenta también como alianza de los grupos socialmente dominantes. La II República supuso una ampliación de esta alianza con la entrada de una burguesía reformista, a la que, ante la gravedad de la crisis social y la amenaza de la revolución, se le permitió pasar a gestionar el Estado. Pero la República se limitó a tomar el aparato estatal monárquico sin la más mínima depuración, y sus pilares fundamentales, ejército, policía y burocracia, permanecieron intactos. De hecho, la República se mostró igual de implacable con la secular rebelión campesina (el célebre ejemplo de Casas Viejas –por cierto, sucedido durante el bienio progresista, bajo el gobierno republicano-socialista- es sólo la punta del iceberg) y aplastó salvajemente la Revolución de Asturias. Es más, fue la médula del aparato del Estado republicano –el ejército- el que se sublevó contra el gobierno en 1936, y el que todavía nos oprime hoy.
Así pues, nada más miope que hablar de una continuidad antidemocrática hoy en día. Ésta es cierta, pero se remonta mucho más tiempo atrás, no siendo este “déficit”, que tanto escandaliza a nuestros paladines de la democracia pura, más que la normal expresión de la democracia burguesa, erigida sobre la opresión y la explotación de los trabajadores, y que clama a gritos su destrucción.
Por lo demás, es evidente que el Estado español es un país imperialista, de capitalismo desarrollado, donde todas las condiciones objetivas ponen a la orden del día la Revolución Socialista.
Así, continuidad sí, pero de la explotación capitalista. El proletariado no superará nunca estas supuestas deficiencias democráticas más que imponiendo su democracia, la dictadura del proletariado. Todas las condiciones objetivas para ello están sobre la escena, estando centrada la problemática en las subjetivas, es decir, en el sujeto revolucionario. Se necesita una total puesta al día de la ideología revolucionaria, del marxismo, y la reconstitución del principal instrumento de la revolución, el Partido Comunista. El problema del Estado es una de las cuestiones fundamentales de la revolución y de la pugna por reconstituir el movimiento revolucionario, y las consignas se van delimitando: o Dictadura del Proletariado o República, con su correlato, que tristemente ya hemos experimentado en este país, de instrumentalización de la clase obrera por intereses ajenos y adocenamiento de su proyecto revolucionario.

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